El hórreo, granero de ideas
Artículo puesto en línea el 31 de diciembre de 2004
última modificación el 13 de octubre de 2006

por Gerardo Díaz Quirós

Fuente: Red de Telecentros de Asturias (Noticias)

El hórreo, granero de ideas

De forma más o menos fundada, asturianos y foráneos reconocemos en el hórreo una presencia imponente.
Es una constante en el paisaje que contribuye a singularizar y a vertebrar esta tierra. Y sin embargo continúa siendo un gran desconocido. Para la mayoría resulta difícil distinguir un hórreo de una panera, más allá del tópico del número de pegollos, y se conforman con explicar su estructura en función de los guiños arquitectónicos para evitar que lleguen roedores a la cámara. Incluso a eruditos se les escapan equivocaciones al recordar sus partes, y a las instituciones obligadas por ley a conservarlos les cuesta dar un número aproximado de ejemplares existentes.

En los últimos años un puñado de investigadores, en la mayoría de los casos a costa de un importante esfuerzo personal y a impagables dosis de entusiasmo, ha conseguido mostrar la riqueza de los frutos de un estudio sistemático basado en el trabajo de campo, en el análisis de las obras conservadas y, en definitiva, en la aplicación del método científico.

Los hórreos se mueren; mueren porque «ta escuriciendo» en el mundo que los explica. Se lo hemos leído a Aurelio González Ovies, que participa de la visión profética -en tanto que descubrimiento del sentido que tienen los acontecimientos del presente- de los poetas: «Son les siete la tarde. Yá teníen qu’afumar / les chimenees. Los sabugos / pelaos y murnios. La xelada espolvoriando / el so ritu platiáu sobre les teyes. Asómome / a la vida y empáñaseme l’alma. / Nun hai naide nes cuadres. / Nun hai nadie. Les siete. / Casi tolos espacios apuntalen vacíu. / Casi toles ventanes tan ensin encendese. Cada vez son más les ventanes que van quedando sin encendese. Cada vez más les cocines que non tiren...» Hay un mundo que «ta escuriciendo».

Nunca es del todo cierto que estemos ante la última oportunidad para tratar recoger ecos siquiera del universo material y mental que nos precede, pues éste encuentra resquicios por los que colar voces de otros tiempos. Asistimos, no obstante, a un período particularmente delicado: la agricultura y la ganadería van dejando de ser cada vez más pilares económicos destacados en beneficio de otros sectores y ello trae cambios esenciales. Es indudable que en muchos aspectos se ha caminado y se camina «a mejor» -no conviene quedarse en evocaciones de paraísos perdidos que casi nunca lo fueron para aquéllos a los que les tocó vivirlos-, pero procede preguntarse si habremos aprendido suficiente de ese mundo que se nos escurre entre los dedos; si habremos asumido lecciones; si conocemos las claves como para construir sobre terreno firme.

La Asturias occidental -lo escribía con un punto de amargura José Naveiras hace algunos días- se está volviendo monte. Es, en el fondo, el fenómeno inverso al de las esforzadas roturaciones desarrolladas desde el Medievo. Nosotros mismos hemos visto llorar en Gozón al ver plantada de «ocalito» una finca descepada «a fesoria, aborronada y cuchada pa semar maízo» en los años cuarenta. El centro de Asturias, y sobre todo su franja costera, ni siquiera eso. Redimidos por la Naturaleza, algunos son camposanto. Otros tan sólo cementerio. Pero cementerio de los de ahora, claro, sin avenidas de cipreses ni ángeles de Cipriano Folgueras. Nos toca ver alzarse nichos, o huecos aún más pequeños amparados en el bello nombre de columbarios. El desarrollo urbano de Gijón, la intervención sobre villas como Luanco o casos como el de Truyés, en Corvera, pudieran servir de ejemplos evidentes.

Están en proceso cambios de extraordinaria importancia. Las distancias se han convertido en tiempos; existe un nuevo sentido de vinculación al territorio, y la parroquia, unidad de organización territorial y de pertenencia emocional esencial en la historia de Asturias, sufre desde hace años una erosión tan intensa como desapercibida. Hace tiempo que Xanes y Cuélebres abandonaron fuentes en las que ya no se resbala, ni crece «cenoyo» ni espadaña, ni hay mozos que ronden buscando transparencias y humedades; ya no huele a jabón ni se ve la vida al verde en los lavaderos, ni transita la noche el alma en pena de ningún infeliz avaro condenado a cargar con el finso que movió en vida porque ya no hay quien quiera la tierra ni la hierba. Van siendo menos los que saben pronunciar «les caleyes» y los manantiales, y los derechos de guarida. Y encima hay parroquias que ven apagarse, después de siglos, la lamparilla del Santísimo. Y ya no tendrán entonces dónde ir a beber aceite santo «les curuxes». Hay parroquias en las que no se celebra el Triduo Sacro, y se pierde la síntesis suprema de la Vigilia Pascual; la noche de bendición del fuego y del agua; la noche de la bendición del cirio -obra virginal de las abejas- y de la aspersión con una rama de lloreda. Se quebró este año en Heres, sin ir más lejos, la perfección de un círculo de jazmines que traía la Pascua de siglos en las manos de Manolita Vega... Cada vez suenan menos las campanas, y van siendo menos los que conocen su lenguaje y son capaces de saber el sexo del difunto por el número de golpes de bronce. Se va un mundo. Y al irse se lleva con él a los suyos. Y entre los suyos anda la esencia del hórreo.

Sorprende, sin embargo, la dignidad con que se mueren los hórreos. Diríase que mueren con la dignidad del tiempo. Resistiéndose, sin entregase. Va cediendo la cubierta; van perdiendo piezas corredores y «tornagües» si los tienen; van «agachandose les áligues» y, como tenemos escrito en otra parte, «salten los clavios y lluévese por fin nel sagrariu del pan del cuerpu. Y si la muerte andaba al redor desque non vía a nadie subir al escuricer pa quitar la llave, faise dueña agora de la cámara, y pasia po los corredores borrando les cruces y los soles y les flores que la manteníen a raya trazaos nos liños y les colondres». Las piezas aguantan porque están abrazadas, y quizá por eso casi siempre hay una resurrección posible, de la que saben Florencio Cobo y los hórreos de Espinaréu, por ejemplo.

Habrá, en cualquier caso, que tener fe; fe al modo de los hombres de los pueblos que iban una vez al año al examino para cumplir por Pascua Florida; la fe entendida como creer lo que no se ve. Habrá que tener esperanza en leyes como la del Principado de Asturias 1/2001, de 6 de marzo, de Patrimonio Cultural, cuyo mayor defecto está probablemente en que más que una ley es un sueño. Habrá que ejercer la caridad, entendida al modo posconciliar, como justicia. Habrá que invertir en el conocimiento del hórreo. Habrá que desarrollar fórmulas eficaces para su conservación en tanto que pieza de un museo vivo. Habrá que ver si vale la pena pensar en nuevos usos que le devuelvan a la vida y si proceden revisiones tipológicas. Habrá que plantear incluso si cabe la creación.

El hórreo es arquitectura y como tal ofrece una lección de racionalidad. El hórreo es materia, es la viesca llevada a la quintana, que dice Xuan Pedrayes; es historia y arte. Sobre la tablazón de hórreos y paneras campean las armas de maestros carpinteros, de tallistas y pintores. Entre historias y símbolos andan fechas para construir la historia de Asturias. El hórreo tiene interés máximo en sí y como recurso.

Hace falta pensar, investigar y dar a conocer. Los próximos días 29 y 30 de noviembre se abre un espacio para ello en la sala de cámara del Auditorio ovetense Príncipe Felipe. Y es que el I Congreso del hórreo asturiano -un empeño personal de Xosé Nel Navarro- aspira a ser, fundamentalmente, un granero de ideas.

Gerardo Díaz Quirós es miembro del comité científico del I Congreso del Hórreo Asturiano que se celebra los próximos 29 y 30 de noviembre en Oviedo.