De los oficios desaparecidos

En 1982 la UNESCO definió el patrimonio cultural de un pueblo como el conjunto de obras de sus artistas, arquitectos, músicos, escritores y sabios, así como las creaciones anónimas, surgidas del alma popular y el conjunto de valores que dan sentido a la vida, es decir, las obras materiales y no materiales que expresan la creatividad de ese pueblo; la lengua, los ritos, las creencias, los lugares y monumentos históricos, la literatura, las obras de arte y los archivos y bibliotecas.

Artículo puesto en línea el 31 de octubre de 2006
última modificación el 9 de noviembre de 2006

por Prenseru

31/10/2006

La Nueva España

CUENCAS

De los oficios desaparecidos

En 1982 la UNESCO definió el patrimonio cultural de un pueblo como el conjunto de obras de sus artistas, arquitectos, músicos, escritores y sabios, así como las creaciones anónimas, surgidas del alma popular y el conjunto de valores que dan sentido a la vida, es decir, las obras materiales y no materiales que expresan la creatividad de ese pueblo; la lengua, los ritos, las creencias, los lugares y monumentos históricos, la literatura, las obras de arte y los archivos y bibliotecas.

Precioso. Según eso y teniendo en cuenta la obligación moral que asumimos de protegerlo para legárselo a nuestros hijos, deberíamos cuidar no sólo de las grandes realizaciones sino también de todo aquello que refleje la idiosincrasia de cada lugar, incluyendo los utensilios que un día nos sirvieron y que ahora el progreso nos hace arrinconar cada vez más deprisa. Y esto viene a cuento porque muchas veces pensamos que únicamente merece la pena defender la arquitectura, los castros o el folclore y nos olvidamos de lo que tenemos más a mano. Un vecino de San Pedro, en Mieres, me ha pedido que dé un toque de atención, seguramente ya tardío, sobre la desaparición de uno de esos elementos que un día nos ayudaron en lo cotidiano y que hoy, perdida y olvidada ya su función, están siendo arrancados de las aceras y de nuestra memoria dentro de la remodelación que moderniza las calles de su barrio.

Me refiero a los fierros de les madreñes, clavados al lado de las entradas de las casas y que sirvieron a dos generaciones para limpiar de barro y nieve nuestro calzado tradicional antes de pasar al portal. Seguramente quien manda eliminarlos lo hace ignorando la utilidad que tuvieron en otro tiempo, pero a muchos nos gustaría seguir viéndolos en su lugar. No molestan a nadie y son un pequeño documento de la forma de vida en la que hasta hace bien poco combinábamos por aquí lo rural y lo industrial y que ya ha desaparecido de nuestras ciudades. Afortunadamente hay quien sigue guardado la tradición y en muchos de nuestros pueblos aún resulta frecuente encontrar madreñes e incluso madreñeros, un oficio en vías de extinción, como tantos otros, que no deberíamos olvidar. Y no estoy defendiendo que todos vayamos a vivir como nuestros abuelos; se trata simplemente de saber que las cosas no siempre fueron tan fáciles. Y más ahora, cuando se ha resucitado el concepto de «Montaña Central» para denominar a lo que durante 150 años han sido las cuencas mineras. ¿Quién recuerda ya aquellas actividades que en otras circunstancias dieron de comer a tantas familias? Por ejemplo todo lo relacionado con la corta vida de las chalanas, que por unos años convirtieron al Nalón en un puerto interior; o los carboneros de leña, muchos de ellos vascos, que transplantaron aquí su propio mundo fabricando carbón vegetal hasta que los desplazó la industrialización.

Y es que aquí hemos tenido de todo. Cuando en 1794 Casado de Torres eligió Trubia para establecer una fábrica de armas en Asturias, abrió otros talleres por diferentes localidades para realizar trabajos auxiliares que facilitasen la producción. En Bazuelo, entonces uno de los barrios más poblados de Mieres, se abrió una subsección dependiente de Oviedo en la que se emplearon entonces quince operarios: cinco forjadores de cañones, tres bayonetistas y siete barrenadores. De esa industria apenas queda el recuerdo, pero la Historia con mayúscula se hace con las historias con minúscula, y sería bueno guardar estas cosas. Volvemos a ser montañeses, pues bien; junto a la conservación del patrimonio industrial y del carbón, cuidemos de lo que fue siempre la riqueza de esta tierra: la ganadería y la agricultura, y también de las cosas que las rodeaban. En agosto tuve el privilegio de leer el pregón de la fiesta de La Teyerona, casi en la frontera del Caudal y el Nalón, y me comprometí a defender en una de estas páginas la reconstrucción de la tejera que da nombre al lugar. Hoy toca.

La de tejero es una de esas actividades que hasta hace poco se podían ver por aquí, aunque ahora ya es casi imposible. Hace pocos años Montse Garnacho contaba dentro de la serie que publicó en este mismo diario, «Caleyes con oficiu», las vivencias de uno de ellos, Juan «El Teyeru», quien como la mayoría de quienes desempeñaron este trabajo era nacido en Llanes. Hasta donde alcanzaba la memoria del personaje todos sus antepasados se habían dedicado a lo mismo sin variar nunca su esquema de trabajo. Su agenda se iniciaba el dos de febrero, día de La Candelaria y les hacía recorrer Asturias para volver con el otoño a resguardarse en la costa de la temporada del frío.

Seguramente la característica más conocida de estas gentes era el empleo de la xíriga, una jerga gremial que usaban para entenderse sin ser entendidos; aquí de ella sólo nos queda el nombre que se daban a sí mismos: «tamargos», un apellido que aún encontramos en Mieres y Langreo. La Teyerona de la Braña’l Oro se emplaza en un lugar escogido porque allí se cuenta con los tres elementos precisos para hacer tejas de calidad: buena arcilla, «árgumes» y sol y ya funcionaba al menos desde mediados del siglo XVII cuando se citó en el Catastro que el marqués de La Ensenada mandó hacer para mejorar las finanzas de su rey Fernando VI.

Gracias a este documento que tantos quebraderos de cabeza trajo a los Ayuntamientos conocemos ahora lo que había en cada lugar: las tabernas, los alfares, los batanes, los molinosÉ en fin, todo aquello por lo que se pudiese sacar un dinero. Doce batanes se contaban entonces en el concejo de Lena (no olvidemos que en aquel tiempo incluía también al de Mieres), nueve en Aller y cuatro en Caso, y nada menos que 46, 23 y 11 fraguas y mazos respectivamente en los mismos concejos. En La Teyerona los vecinos han conseguido poner en marcha un área recreativa con los atractivos necesarios para convertir el paraje en un referente del ocio de las Cuencas, ahora falta el complemento cultural para que acabe cogiendo peso en la oferta turística que se va tejiendo en estos últimos años. Es verdad que su horno se encuentra cubierto por la maleza pero todavía es recuperable y puede restaurarse para mostrarse al público. El proyecto pasa por limpiar la teyera y reconstruir lo que haga falta para exhibir unos paneles donde se explique el proceso de fabricación, junto a una exposición permanente de los instrumentos que se utilizaban y que ya ni nos suenan: el raséu, el punzón, el cocín o el marcu, y una colección de teyes de distintas épocas que un experto no tardaría nada en reunir en los pueblos más cercanos. Luego, lo ideal sería ponerla en funcionamiento para enseñar a la vista de los curiosos esta actividad de la Asturias más antañona. Es decir, lo que se llama ahora un centro de interpretación.

Actualmente existen en nuestros valles varios museos etnográficos que exhiben sus exposiciones con diferente fortuna, pero todos mantienen la buena intención que los llevó a abrir sus puertas. En Mieres está el de Gallegos, pequeño pero completo; en Morcín el de la llechería, abierto en 1990 y donde se nos cuenta todo lo relacionado con esta actividad ganadera y sus derivados; también Quirós inauguró en 1998 el suyo y en Veneros puede verse desde 2001 el de la madera con una exposición temática auspiciada por el Ayuntamiento de Caso. Aún hay otros con ofertas monográficas o genéricas y aunque ninguno tiene ni las colecciones ni la popularidad de los grandes -el museo del Pueblo de Asturias de Gijón y el etnográfico de Grandas de Salime- lo cortés no quita lo valiente y todos merecen una visita.

Si ustedes se acercan a La Teyerona verán lo que se ya ha hecho allí y como se está cuidando, tendrán entonces la seguridad de que con una pequeña inversión que ponga en marcha este empeño su estabilidad está asegurada. Los pueblos de montaña necesitan incentivos e imaginación y a veces no se sabe como hacerlos atractivos, por eso cuando los vecinos tienen las ideas claras hay que apoyarlas. Yo no puedo hacer más que convertir hoy mi artículo en una tribuna para dar a conocer el proyecto que me han contado, ahora les toca mover a otros.