Mujeres de Fuentecaliente, lavanderas de Avilés
Artículo puesto en línea el 15 de julio de 2007
última modificación el 31 de julio de 2007

por Prenseru

15/7/07 www.lne.es ...

Mujeres de Fuentecaliente, lavanderas de Avilés

Amelia García y Nieves Iglesias son las últimas vecinas corveranas que se ganaron la vida haciendo la colada para las familias pudientes de la villa

Nieves Iglesias, otra lavandera de Fuentecaliente.

Fuentecaliente (Corvera),

Elisa CAMPO

En otro tiempo el caserío de Fuentecaliente estaba siempre blanco, como si un manto de nieve habitara, en invierno y verano, los matos y rebollas desde la fuente hasta el pico Aguilero. Las mujeres de esta localidad corverana se ganaron durante siglos la vida como lavanderas de las familias pudientes de Avilés, y todas las semanas iban a la villa a buscar la ropa de los señores, que subían luego en sacos, ayudadas por caballos. Hasta hace pocas décadas todavía se siguió manteniendo este oficio, auspiciado por las cálidas aguas que fluyen del manantial que nace bajo un peñón. Amelia García «Pila» y Nieves Iglesias son las últimas de aquellas lavanderas.

«Yo diba a lavar ya de seis o siete años, me daban servilletinas o cosas pequeñas, y consolaba». A Pila le brillan los ojos cuando recuerda sus años de lavandera, y en un periquete se quita el mandil y lo mete en el agua para mostrar la maña que da la experiencia. Ahora, con 80 años, hace ya media vida que lo dejó, pero sólo parcialmente. En casa de Pila no hay lavadora. «No la quiero. Me gusta venir al lavadero, yo crieme en esto, no me aborrez nada». A Nieves, en cambio, recordar aquella tarea la pone de mal humor. «Ahí dejamos la salud, con carretadas de sábanas al hombro, allí a las cuatro, a las cinco de la mañana, lavando hiciera el tiempo que hiciera. La nuestra juventud y la nuestra niñez no se la deseo a nadie».

Por caminos llenos de polvo y de barro bajaban las de Fuentecaliente hasta Avilés, una vez a la semana: normalmente era sábado, domingo o lunes. Cargadas con cinco enormes sacos, que transportaban a burro y a caballo, y después de una hora de caminar apresurado, llegaban a las cuadras de Rivero, donde dejaban los animales. El tiempo de tomar un poco de agua y un bollo de pan era todo el descanso que se permitían, antes de empezar a hacer la ronda por las casas de sus clientes. Cada lavandera podía tener hasta una veintena de señores: les dejaban la ropa limpia y se llevaban la sucia, que volvían a meter en los sacos para llevarla a lavar. Y después, de nuevo hacia Corvera.

«Íbamos recogiendo ropa por La Fruta, La Cámara, La Ferrería, Sabugo, Marqués de Teverga (hoy La Muralla), GalianaÉ», recuerda Pila. La ropa iba marcada con letra, pero las lavanderas reconocían cada prenda como si fuera suya. «De tanto manejarla ya la conocíamos. Yo taba plegando y no necesitaba ni mirar la marca», añade.
Una vez en Fuentecaliente comenzaba la tarea del lavado, que tenía varias fases. Lo primero era dar un primer enjabonado a la ropa, en la fuente, para después dejarla «al verde», sobre la hierba, para facilitar la tarea. Después, en unas casetas que había cerca, se disponían las tinas en las que se colocaba toda la ropa, con lo más sucio arriba del todo. Sobre la tina, una especie de cedazo, y por ahí se iba echando agua a distintas temperaturas, cenizas y brasas. Finalmente se tapaba bien, y no se sacaba hasta el día siguiente. Era el momento de aclararlo todo bien y tenderlo a secar.
Pila detalla cada operación como si todavía hoy la realizara. «Colábamos en una tina, que era como una barrica de madera, y luego cogíamos bidones de carburo para calentar el agua». El agua había que subirla desde la fuente, por un camino estrecho de piedras. Los bidones, de 50 litros, los llevaban entre dos, ayudadas por un palo. En las casetas se calentaba, y se echaba en la tina de acuerdo con la siguiente receta: «Tres calentinos, tres calentando, tres con la espuma y tres trebelgando». Es decir, tres jarros de agua templada, otros tres de agua caliente, tres jarros de agua con jabón (chimbo) y los tres últimos hirviendo.

Pero además se echaba, encima de un «cenicero» (similar a un cedazo), ceniza de leña y brasas, que se iba intercalando con el agua. Luego se tapaba bien, para que cociera. Y con eso era suficiente: «No había lejía ni nada», dice Pila. La operación no estaba exenta de riesgos, y en los anales del pueblo quedó la historia de una señora, tía de Pila, que murió abrasada al romperle un caldero de agua hirviendo. «Ahora non valen pa nada», bromea refiriéndose a las mujeres jóvenes.

Al día siguiente se abrían las tinas, y un intenso olor a ropa limpia se esparcía por las casetas. «¡Qué olor más rico! Daba gusto», recuerda Pila, y Nieves añade: «Olía mucho mejor que ahora». Ya en la fuente se iban aclarando todas las prendas antes de tenderlas, y si alguna no quedaba bien se volvía a poner al verde. «Batíamos, aclarábamos, a las almohadas les dábamos vuelta, azuletábamos, bacocheábamos las mantas, luego lo batíamos, le dábamos vuelta, lo sacudíamos», escenifica Pila con energía.

La fuente, que desapareció como tal hace años al construirse en su lugar un lavadero, tenía una techumbre para proteger a las lavanderas de las inclemencias del tiempo, y también tuvo iluminación de carburo, hasta que luego llegó la luz eléctrica. «Cuando lo construyeron no se nos tomaba, no sabíamos dónde poner las rodillas», explica Pila. En el manantial, dispuestas unas al lado de otras, tenían piedras de superficie plana sobre las que se arrodillaban las mujeres para frotar la ropa. «Había piedras pa todas, lo que pasa es que había algunas muy buenas y otra más pequeñas. Todas tenían nombre: estaban la Colorada, la Blanca, el Cantón, la Picuda, la Hermana de la Picuda, la CrespinaÉ La mejor era la Maserona: había dos y eran las mayores».
Pendientes del tiempo
Después de lavar, quedaba secar todas las prendas. Doblaban sábanas «morenas» para meter dentro la ropa y, encima de la cabeza, llevarla hasta los «praos». «En cada vera de cada matorral tendíamos: entamábamos aquí donde la fuente y llegábamos hasta Aguilero». No es de extrañar, con tanta ropa al aire, que sus vecinas las de Cenicero dijeran: «Es como si estuviera nevando». Si llovía, había que quitarla rápido, de ahí que estuvieran pendientes del menor cambio para que no les pillara el agua. «Por Foliz tiene toca, mujeres acudid a quitar la ropa», se decía en el pueblo. Una vez seco se plegaban las prendas y, finalmente, se repartían a los señores. «A veces reñíannos, porque podíamos romper algo la ropa si la quitábamos aprisa cuando llovía. CallabasÉ», recuerda Nieves.

Entre batido y aclarado, las lavanderas le daban a la lengua, y también cantaban. Por un pleito por un prao, hubo un tiempo en que se hicieron dos bandos, y se decían lindezas mientras «entainaban» en el agua. «En Cartagena se suena que me van a matar de un tiro. Nunca llueve como truena, yo con esperanza vivo». Y también: «Dicen que me van matar, querida, los tus hermanos; lo harán que son valientes, de boca que no de mano».

Cuando Pila y Nieves lavaban eran unas catorce o quince las mujeres que desempeñaban este oficio en Fontecaliente. «Seríamos dos de cada casa. Venían mujeres de Bango, del Acebo, de Fuentecaliente, del Aguilero y de Tibiera (Llanera)». Ellas mismas son del Aguilero, y allí siguen viviendo, en Ca Vicenta y Ca Ramón de Cándida, sin querer acordarse siquiera de que existe una ciudad en la que se vive en pisos y donde los mayores van de vacaciones a Benidorm. Son felices sentadas en el banco a la puerta de casa y trajinando en la huerta, a la sombra de un gigantesco fresno cuyas cañas están dobladas de años y yedra.